Tras una larguísima pausa de 47 años en su programa de exploración lunar, Rusia está a punto de regresar a nuestro satélite. La sonda que acaba de lanzar lleva el número 25 de la histórica serie de las naves Luna, que dieron a la extinta Unión Soviética algunos de sus mayores éxitos en los primeros años de la carrera espacial.
Estas cápsulas, que al principio eran simples esferas de metal coronadas de antenas y pértigas de instrumentos, supusieron grandes hitos en la historia de la exploración espacial desde 1959. La Luna-1 fue el primer planeta artificial; así se le denominó, porque quedó en órbita alrededor del Sol al fallar por 6.000 kilómetros su puntería (debía estrellarse contra nuestro satélite). La número 2 sí que supuso el primer impacto artificial en la Luna y la 3 obtuvo las primeras fotografías de la cara oculta, que aunque eran de pobre calidad, generaron un gran revuelo. Más tarde, la Luna-9 alunizó suavemente en 1966 y la Luna–10, ese mismo año, se convirtió en el primer artefacto humano en orbitar otro cuerpo distinto de la Tierra. La URSS se apuntó todos esos triunfos parciales, anteriores a la victoria final que supuso la llegada de los astronautas de EE UU en 1969.
A finales de 1968, la Unión Soviética ya había asumido que la carrera hacia la Luna se decidiría a favor de los americanos. La nave tripulada soviética y, sobre todo, el cohete que debía lanzarla habían acumulado demasiado retraso. Una última posibilidad para arañar una parte de prestigio hubiera sido enviar un par de cosmonautas para completar el primer viaje circunlunar, dejando el alunizaje para sus competidores estadounidenses; pero el vuelo del Apolo 8, en las Navidades de 1968, truncó también esas esperanzas.
A partir de esa decepción, se impuso el mantra oficial: negar que la URSS hubiese perdido la carrera sencillamente porque nunca había tenido intención de participar en ella. No sería sino hasta la glasnost de Mijaíl Gorbachov cuando Moscú reconocería la existencia de un programa lunar tripulado, mal gestionado y peor financiado. Pese a todo, la URSS tenía un plan B. Desde unos pocos años atrás, la compañía Lávochkin, que había construido las primeras y simples sondas lunares, estaba poniendo a punto la siguiente generación, basada en una plataforma de aterrizaje capaz de llevar diferentes tipos de carga. Entre ellas, una cápsula de recogida automática de muestras o un vehículo rodante.
Gracias al Luna-16, lanzado solo un año después de la llegada de los estadounidenses, la Unión Soviética consiguió en 1970 sus primeras muestras de regolito. 100 gramos justos, recogidos en la orilla de la llanura de Mare Fecunditatis, el ojo izquierdo de la cara que algunos ven en el disco lunar. Fue una gran hazaña tecnológica. La cápsula con su valiosa carga despegó desde la Luna en una trayectoria de ascenso vertical directo que la dirigiría hacia la Tierra como una bala de cañón, sin correcciones de curso. Al zambullirse en la atmósfera (a más de 10 kilómetros por segundo), experimentó una brutal deceleración de 350 G, 50 veces más que la que podían soportar los astronautas que hiciesen el mismo trayecto.
No habían pasado dos meses cuando despegó el Luna-17. La plataforma de descenso era idéntica, pero esta vez sobre ella viajaba un curioso vehículo con ruedas, el primer Lunokhod. Para algunos, su desgarbado aspecto y la doble cámara de televisión que semejaba sus ojos le hacía simpático; otros, simplemente lo encontraban feo, como una bañera ambulante. Constaba de dos secciones: el chasis, con ocho ruedas (más una novena que servía de cuentakilómetros) era capaz de soportar el peor trato; no en vano sus ingenieros habían adquirido experiencia diseñando carros de combate. Carecía de sistema de dirección; para girar, simplemente aceleraba las ruedas de un lado y frenaba las del opuesto.
Sobre el chasis se acomodaba un compartimento estanco, en cuyo interior iban los equipos científicos, la radio y las baterías. Una tapa se abría al salir el sol, exponiendo el banco de células fotoeléctricas y se cerraba de noche para protegerlo del frío. Proyectado para una vida útil de tres meses (tres días lunares completos) resistió casi un año, recorriendo unos 10 kilómetros y realizando cientos de pruebas para determinar la composición del suelo y su resistencia mecánica. Después, quedó abandonado durante muchos años hasta que en el 2010 lo detectó un satélite fotográfico. El reflector láser que llevaba todavía funciona.
Esas dos misiones Luna, realizadas con tan poca diferencia de tiempo, constituyen uno de los grandes logros de la astronáutica soviética durante esos años heroicos. Les seguirían otras: dos de recogida de muestras y otra para depositar un segundo vehículo Lunokhod. Este, por cierto, recorrió 40 kilómetros, más que cualquier rover tripulado por los astronautas del programa Apolo.
Hace cosa de seis años, la compañía Lávochkin ofreció el Lunokhod 2 para ser subastado en Sotheby’s. Richard Garriot, un diseñador de videojuegos, pagó por él casi 70.000 dólares, a sabiendas de que se encuentra aparcado en el cráter Le Monnier y nunca podrá traerse a la Tierra. Le basta con saber que posee el único vehículo de titularidad privada en la Luna. Existe un tercer modelo, más avanzado que sus dos hermanos, pero al final no voló por problemas económicos. Hoy es una pieza más en el museo Lávochkin, cerca de Moscú.
En la década de 1970 siguieron otros lanzamientos de la URSS hacia la Luna. Uno, orbital, para fotografiar y analizar la composición de la superficie mediante sensores remotos; y dos más para la recogida de muestras. Y el Luna-24, el último de la serie, llevaba una broca de dos metros que permitió obtener fragmentos de roca profunda. En total, Rusia dispone ahora de un cuarto de kilo de material lunar.
La nueva generación
Ahora, la Luna-25 es una sonda totalmente nueva, aunque todavía aprovecha el diseño original de la plataforma de alunizaje. Su objetivo principal es comprobar el funcionamiento de los modernos sistemas que la controlan, posándose en una zona de la depresión Aitken, cerca del polo sur lunar. Allí los rayos del Sol llegan tan tangencialmente que nunca iluminan el fondo de algunos cráteres. De hecho, la Luna-25 no lleva sus paneles solares encima, sino en sus costados, para aprovechar mejor la luz. En esos oasis oscuros existen depósitos de agua congelada, como confirmó en 2009 la primera sonda orbital india, la Chandrayaan 2.
Si todo va bien, Luna-25 puede ser el primer vehículo en rascar físicamente el hielo lunar. Pero no está solo en la carrera. Desde mediados de julio, otra sonda india va camino al mismo objetivo, aunque siguiendo una trayectoria mucho más lenta. Anteriormente, el Vikraam, también de la agencia espacial india (ISRO) se estrelló en 2019 al intentar posarse en los 70º de latitud sur.
Otros intentos recientes de posarse en la Luna (aunque no en las regiones polares) tampoco han tenido éxito: la sonda israelí Beresheet en 2019 o el aterrizador Hakuto-R japonés, que cargaba un pequeño rover construido por Emiratos Árabes. Ahora, la agencia espacial japonesa (JAXA) también está experimentando tecnologías novedosas, desde el alunizaje semisuave, utilizando airbags (una primera prueba fracasó el año pasado) hasta un descenso en trayectoria horizontal, deslizándose sobre un patín.
En cuanto a la NASA, aparte de los casi 8.000 millones de dólares que ha asignado a su programa Artemis (repartidos entre consorcios liderados por las empresas de Elon Musk y Jeff Bezos), tiene establecidos contratos con al menos otras cuatro compañías privadas más pequeñas para desarrollar aterrizadores y vehículos rodantes autónomos. EE UU planea enviar en 2024 tres minirovers que se coordinarán sin intervención humana directa para trazar un mapa de la superficie lunar en 3D, utilizando cámaras y un radar de penetración terrestre. La Luna, y sobre todo su polo sur, va a estar muy concurrida durante los próximos años.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, Twitter e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites