Teñir de dramatismo la crónica de una prueba de 1.500m en la que participe Jakob Ingebrigtsen, un niño de 22 años invencible e indiferente a los sentimientos del mundo, no es la maniobra tramposa e inútil que da brillo a algunos mítines cuando esta es la final de un Mundial disputada en el horno de una Budapest nocturna humedecida por los vapores del vecino Danubio tremendo. Copiando a Gabo, Ingebrigtsen obliga casi siempre a la crónica de una victoria anunciada. El atletismo desmiente al que quiera ir de Nobel colombiano. El atletismo, la noche de la segunda derrota de Jakob Ingebrigtsen en una final de un Mundial, tiene, como hace un año en Eugene, el nombre y el apellido de un británico, Josh Kerr, escocés de Edimburgo, 25 años, que copia al inglés Jake Wightman en una carrera que es un calco de la del Mundial pasado, y, en 200 metros, una curva y una recta, ataca y derriba. 53s en los últimos 400m. Y vence. 3m 29.38s los 1.500m. A menos de tres décimas llega el noruego que es campeón olímpico pero no campeón mundial (3m 29,65s) y solo tres centésimas más tarde su compatriota Narve Gilje Nordas (3m 29,68s). Y todos se miran sorprendidos. El estadio. La gente ante la tele. Es el 1.500m.
“Me levanté con la garganta mal. No me he sentido bien”, dice Ingebrigtsen, soberbio aun en el desconsuelo: “Estaba al 88% de mi capacidad. Si hubiera estado al 92% quizás sí que habría podido ganar. Pero no era yo mismo”.
Es el mundo de Jakob Ingebrigtsen, soberbio, convencido de su invencibilidad, que maneja la carrera a su antojo, como un mago con la varita mágica. Contempla y elige. Corte de pelo y actitud de marine con rayban. Cabeza afilada. Tatuajes grecorromanos. Matador. Tranquilo. Frío. Los tópicos que exige la escandinavidad del nativo de Stavanger, Noruega, clavan al personaje, a su manera de desplazarse, a su pose. La calma, la seguridad, la aumenta el conocimiento. El inglés Jake Wightman, el atleta que le controló y le sorprendió y le derrotó hace un año en los 1.500m del Mundial de Eugene, está ausente, lesionado. No existe. En las semifinales cayeron los rivales a los que más temía: Mo Katir, que cada día se le acercaba más y hasta le ponía nervioso a veces, y Tim Cheruiyot, el keniano campeón mundial en 2019. Ingebrigtsen, campeón olímpico en 2021, quiere ser campeón mundial. Lo desea más que nada. La frustración se multiplica. Puede hacer como en la semifinal, fingirse torpe y adelantar a todos en una curva a 150 metros y saludar al tendido al mismo tiempo.
Puede repetir su Eugene, la táctica de front runner que tanto le gusta y que chocó con Wightman. Repite táctica. La de la final perdida, como el jugador de golf cabezota que convencido de que su bola no entra no por su mal golpe sino porque la realidad no se porta como debe portarse, y repite su error. Elige mal. Durante 1.300 metros la pista es suya. Ritmo de 3m 30s 56s el 400m, 1.54 el 800m. No mira a su espalda, pero los que le siguen no son los corderitos que creía amaestrados, fatalistas. Resignados. Los de detrás se acercan, Los siente. Entre el griterío del estadio lleno, los 11 que le persiguen no disputan una carrera para ser segundo o tercero. Podio. Medallas. Sin heroísmos. Con ciencia. Buscan la victoria. Creen en ella.
Once pelean. Entre ellos, y no es de los más pequeños, Mario García Romo, de Villar de Gallimazo, Salamanca, ya cuarto en 2022, cuando Katir fue tercero, cuando se reveló. Todos calculan y ajustan su carrera al ritmo. Los 56s con los que se pasan los primeros 400 metros no son lo que quieren García Romo y su amigo y compañero de piso y entrenamientos en Colorado Yared Nuguse. Con él se abraza, buena suerte, antes de colocarse en la línea de salida.
Ingebrigtsen no puede abusar. No puede llevar ritmo de récord. El viernes debe volver a calzarse los clavos para su segundo reto, repetir el oro en los 5.000m que consiguió en 2022. Con ese ritmo, 3.30m, todos los demás pueden soñar. Siete han bajado de esa barrera este verano. Se sienten iguales. Se crecen y desconfían. El objetivo es llegar bien colocados a los últimos 300 metros. El británico Josh Kerr, medallista en Tokio, se maneja con experiencia. Más nervioso, Nuguse, debutante a este nivel. Niels Laros, el holandés 18 años, sueña. En su nube. Nordas, el noruego de 24 años al que empezó a entrenar el padre de Jakob cuando, el año pasado, el hijo le dijo que ya podía volar solo, no hace ruido. Discreto, no llama la atención. No se mueve de su sitio. Espera su momento. No da un paso de más. Paciente. Su distancia son los últimos 300m.
Kerr, el que más sabe, el amigo de Wightman, se acerca. Sabe que solo el oído de sus pisadas pondrá nervioso a Ingebrigtsen, que trastabilla cuando Kerr ataca. Intenta cerrarle. Se ofusca. Se niega a ceder. El cuerpo a cuerpo se prolonga en la recta final. Allí, el mago, Ingebrigtsen, el de los cambios infinitos, se queda seco. Cede de nuevo. “Me siento abrumado con la victoria”, dice Kerr, que corre con gafas de sol aerodinámicas para que no le deslumbren los focos, para acentuar el efecto túnel. “Me siento muy orgulloso de mí, pero no me sentí como si corriera mi mejor carrera. Simplemente puse mis 16 años de carrera en el atletismo en los últimos 200m y no paré hasta el final”.
Detrás de ellos, todos se abren en la pelea por el tercer puesto. La velocidad final permite a García Romo, que ha corrido retrasado todo el tiempo y pasa penúltimo ante la campana que ensordece, terminar sexto (3m 30,26s).
El 1.500m, la carrera más complicada, la que exige inteligencia y piernas, y fe, vuelve a triunfar. El atletismo.
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