La tercera imputación del expresidente Donald Trump resume dos características principales de su mandato. A saber: el manejo de la mentira con el ánimo de influir en la opinión pública y el abuso de poder desde las instituciones para eliminar cualquier contrapeso a su arbitrariedad.
El hiperliderazgo trumpista pone a prueba los límites del sistema constitucional estadounidense, porque la acusación es contundente. El 45º presidente de Estados Unidos conspiró para influir en el recuento de las elecciones 2020 y no tenía intención de ceder el poder. Ahora sabemos que Trump conspiró con el apoyo de seis colaboradores —incluyendo al exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani, según The Washington Post— para generar la percepción de fraude electoral, aumentar la incertidumbre y dificultar la transición presidencial. Quizás le debamos al vicepresidente Mike Pence más de lo que los anales le reconocerán. Su negativa a continuar con la farsa debilitó la estrategia golpista.
Pero la historia aún no ha terminado. Queda por conocer los detalles de la causa abierta en el Estado de Georgia, donde la fiscal Fani Willis instruye una investigación sobre el intento de fraude electoral en las elecciones de 2020. Las grabaciones son inexcusables y señalan el fallido intento de recontar hasta encontrar 11.000 nuevos votos. Como fuera. Todo apunta a que el presidente Trump será imputado con nuevos cargos. No parece que pueda demostrarse su implicación directa en la insurrección del 6 de enero, aunque sus acciones condujeran al asalto.
Sin embargo, ninguna de estas noticias parece afectar a su carrera por la nominación republicana. Más aún, las encuestas vuelven a concederle más de 30 puntos de ventaja sobre Ron DeSantis, muy desinflado en estas semanas. El resto de los candidatos apenas llega al 5% de aprobación y se disputan el ticket de vicepresidente y poco más.
El votante trumpista está convencido de la tarea mesiánica del hiperlíder y considera que estos problemas judiciales son escollos contra el rebelde de Nueva York. Por eso, el partido no le puede desbancar. Permanece mudo ante la sucesión de escándalos, porque el expresidente ha colonizado las finanzas, los nombramientos y las decisiones estratégicas, de modo que el Great Old Party es ahora un partido al servicio del trumpismo. El speaker [presidente de la Cámara de Representantes] Kevin McCarthy o Steve Scalise, líder republicano de la Cámara, han guardado un atronador silencio. El líder del Senado, Mitch McConnell, tiene por costumbre no señalar nunca a Trump. Por si acaso vuelve.
Como apunta el profesor Josep Colomer en su nuevo libro, la “polarización constitucional” ha debilitado las instituciones, ha alimentado el presidencialismo sin contrapesos y ha dividido el Congreso, incapaz de articular propuestas bipartidistas. Y en ese escenario, Trump es un competidor de primera. Y es así como mueren las democracias. También la estadounidense.
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