El presidente de la Cámara es el único funcionario del Congreso que aparece mencionado en la Constitución, aparte de otro funcionario temporal del Senado que preside cuando el vicepresidente no puede hacerlo. El cometido del presidente de la Cámara de Representantes no está definido, pero sin duda incluye aprobar leyes que mantengan en funcionamiento el Gobierno federal. Pero Kevin McCarthy, el actual presidente, no está haciendo ese trabajo. De hecho, a estas alturas, resulta difícil imaginar cómo puede aprobar cualquier proyecto de ley que mantenga la financiación federal, y mucho menos uno que el Senado, controlado por los demócratas, acepte. Así que parece que nos encaminamos a un cierre federal a finales de este mes, con muchas actividades importantes del Gobierno suspendidas hasta nuevo aviso.
¿Por qué? McCarthy es un líder débil, sobre todo si lo comparamos con Nancy Pelosi, su formidable predecesora. Pero hasta un líder maravilloso seguramente sería incapaz de comprender la dinámica de un partido que ha sido extremista durante una generación, pero que ahora ha ido más allá del extremismo hasta rayar en el nihilismo.
Y sí, es un problema republicano. Cualquier relato acerca de la disfunción del “Congreso” o el “partidismo” simplemente desinforma al público. Crisis como la que afronta ahora McCarthy no se produjeron con Pelosi, a pesar de que ella también tenía una mayoría muy reducida.
Volveré sobre esa diferencia. Pero, primero, permítanme hacer otra comparación: entre el inminente cierre de 2023 y los cierres de 1995-96, cuando Newt Gingrich era presidente de la Cámara.
Si me hubieran dicho entonces que algún día pondría a Gingrich como modelo de racionalidad, no les habría creído. Pero presten atención.
Aunque, allá por 1995, las tácticas de Gingrich —su inclinación a emplear el chantaje como estrategia política— eran nuevas y peligrosas, él tenía un objetivo político real: quería imponer recortes importantes en el gasto federal.
Además, Gingrich intentaba ir a donde estaba el dinero. El Gobierno federal es una compañía de seguros con un ejército: la mayor parte del gasto no militar se destina a los grandes programas de protección social, es decir, Medicare, Medicaid y la Seguridad Social. Y Gingrich, de hecho, aspiraba a realizar profundos recortes en Medicare y Medicaid.
No lo consiguió, y el papel del Gobierno en la promoción de la cobertura de los seguros médicos acabó ampliándose enormemente, aunque Medicare ha tenido un éxito sorprendente a la hora de contener costes. Así y todo, los objetivos de Gingrich eran al menos coherentes.
McCarthy, en sus desesperados esfuerzos por apaciguar a los partidarios de la línea dura de su partido, ha actuado como si la negativa de estos a aprobar la financiación federal fuera una exigencia de reducir el gasto federal similar a la de Gingrich. Ha intentado que se aprobara una resolución de continuidad —un proyecto de ley que mantendría temporalmente el flujo de dinero— que implicaba profundos recortes en algunas partes del Gobierno federal.
Pero hay tres aspectos dignos de destacar en este intento. En primer lugar, incluso si hubiera logrado que se aprobara esa resolución, habría muerto al llegar al Senado. En segundo lugar, a diferencia de Gingrich en aquel entonces, McCarthy ha intentado ir a donde no hay dinero, recortando el gasto discrecional no militar, que supone una parte bastante pequeña del presupuesto federal. También es una categoría de gasto que ya ha sido objeto de más de una década de austeridad, desde que el presidente Barack Obama hizo concesiones a los republicanos durante el enfrentamiento por el techo de la deuda en 2011. Simplemente no se puede sacar agua de esa piedra.
Por último, incluso esta propuesta extrema no era lo suficientemente extrema para los republicanos intransigentes. Me gustó lo que dijo un miembro del Congreso a Politico: “Algunas de estas personas votarían en contra de la Biblia porque no hay suficiente Jesús en ella”. La cuestión es que el ala derecha del partido no está realmente interesada en gobernar; es pura pose, y la batalla presupuestaria es una rabieta más que una disputa política.
Si el Partido Republicano fuera algo parecido a un partido normal, McCarthy renunciaría a los derechistas, reuniría a los representantes republicanos más sensatos —sería engañoso llamarlos “moderados”— y pactaría con los demócratas. Pero eso le costaría la presidencia casi con toda seguridad y, en general, más o menos todo el Partido Republicano tiene miedo a los de la línea dura, así que las posiciones del partido acaban siendo dictadas por su facción más extrema.
Como ya he dicho, todo esto es muy diferente de lo que ocurre al otro lado del pasillo. Todavía se ven a veces análisis que tratan a los demócratas de izquierdas y a los republicanos de derechas como si fueran lo mismo, pero no se parecen en nada. El ala progresista del Partido Demócrata está, de hecho, interesada en la política; intenta empujar a la cúpula del partido en su dirección, pero está dispuesta a quedarse con lo que pueda conseguir. Por eso Pelosi, con una escasa mayoría durante los dos primeros años de Biden, logró que se aprobaran leyes históricas sobre infraestructuras, clima y tecnología, mientras que McCarthy ni siquiera puede mantener el Gobierno en funcionamiento.
Ahora bien, un cierre prolongado sería muy perjudicial y, si los enfrentamientos del pasado sirven de guía, la opinión pública culparía a los republicanos, que es lo que llevó a Gingrich a dar marcha atrás en la década de 1990. Pero no está claro que McCarthy, o quienquiera que le sustituya si es destituido, esté dispuesto o siquiera sea capaz de llegar a un acuerdo que reabra el Gobierno. ¿Cómo acaba esto?
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