No es casualidad que las dos principales potencias del mundo se cuenten también entre las naciones más extensas del planeta. En la carrera por la prosperidad, tanto China como Estados Unidos han sabido aprovechar la variedad de recursos naturales que su tamaño les otorga tanto como las economías de escala que sus trabajadores, contribuyentes y consumidores son capaces de generar.
Pero como demuestran Irlanda, Suiza o Dinamarca, el tamaño no es lo único que importa. Entre los tres países no llegan al territorio de Texas ni a la población de Shanghái, pero se distinguen por figurar en los primeros puestos del índice de desarrollo humano de Naciones Unidas. Sus casos no son excepcionales: otras naciones poco extensas o poco pobladas como Islandia, Dinamarca, Singapur, Bélgica, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega y Suecia también figuran en las 20 mejores posiciones en el indicador de la ONU.
¿Cuál es el secreto? A juzgar por las conclusiones del banco Credit Suisse, que recientemente publicó su tercer informe sobre el desempeño de las pequeñas naciones, la poción mágica podría ser una combinación de dos virtudes contrapuestas: osadía y prudencia. La primera hace falta para abrirse comercialmente al mundo lo máximo posible, con toda la vulnerabilidad que implica una política así de expuesta a los shocks externos. De ahí la necesidad de la segunda virtud: prudencia en todo lo demás para conservar margen de reacción en caso de que efectivamente lleguen esos impactos negativos.
El informe de la entidad suiza mide la prudencia con lo que sus expertos llaman el indicador de resiliencia económica (IRE), que puntúa bien a los países innovadores de alta productividad y baja desigualdad, a los que tienen instituciones independientes, balanzas comerciales equilibradas y precios bajo control; y donde el desempleo es mínimo y hay buenas infraestructuras, prestaciones sociales y espacio para endeudarse en caso de necesidad. Es decir, todas las variables clásicas de la buena política económica.
Paso adelante
Como es de esperar, entre los países con mejores notas en el IRE del informe hay mucha nación pequeña: Suiza, Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Países Bajos, Israel y Noruega. Pero ¿cómo saber si las buenas calificaciones se las deben a su tamaño o a otros factores, como la competencia a la baja en impuestos corporativos (Suiza, Irlanda, Países Bajos), la bendición de los hidrocarburos (Noruega) o las relaciones privilegiadas con Estados Unidos (Israel)?
Según Sara Carnazzi, la economista del Credit Suisse responsable del informe, esta tercera edición se abrió a los 193 miembros de las Naciones Unidas precisamente para descartar que ese fuera el motivo. “En los últimos 20 o 30 años hemos comprobado que más países pequeños han logrado dar un paso adelante en su desarrollo, en comparación con los países más grandes; lo que creemos es que, debido a su mayor vulnerabilidad, los países pequeños se ven forzados a desarrollar mejores estructuras económicas y de gobierno”, dice. Los datos del Banco Mundial recogidos en su informe le dan la razón: un 50% de los países pequeños mejoró su nivel de ingresos entre 1987 y 2021, dicen, frente a un 38% de los medianos y un 39% de los grandes.
Claro que el reducido tamaño no es siempre sinónimo de buen desempeño económico. Como dice Enrico Spolaore, profesor de Economía en la Universidad Tufts, en Boston, para maximizar las posibles ventajas hay que integrarse en alianzas militares como la OTAN, que los protejan de amenazas externas; y económicas como la Unión Europea, que les faciliten la inversión y liberen sus mercados laborales y comerciales. Eso sí, esa integración tiene que hacerse de la manera más democrática posible. “La única integración sostenible en el largo plazo es la que tiene en cuenta las preferencias de los ciudadanos”, dice Spolaore, coautor junto a Alberto Alesina del libro The Size of Nations (el tamaño de las naciones), donde entre otras cuestiones se analizan los costes (y algunos beneficios) económicos de tener una población heterogénea.
La homogeneidad es la variable que siempre aparece cuando se explica el encanto de los países pequeños. La tesis comúnmente aceptada es que grandes naciones como Brasil o Estados Unidos, con notables diferencias entre regiones y grupos de población, son más difíciles de gobernar al gusto de todos. El coste de la heterogeneidad está presente en cosas tan básicas como las distintas preferencias que cada grupo del país puede tener por bienes públicos como la educación o la sanidad.
Pero esta diversidad no es insalvable y también puede tener efectos virtuosos, como el fomento de la innovación, dice Spolaore, que pone de ejemplo a los países que han sabido descentralizar el poder. “Los países con las instituciones más inclusivas y cercanas a la gente, los que logran fomentar la innovación permitiendo la participación de gente con diferentes puntos de vista, son los más prósperos en el largo plazo”, asegura.
En cualquier caso, la heterogeneidad no es atributo exclusivo de los países grandes: en Bélgica se hablan tres lenguas, lo mismo que en Suiza; en Singapur conviven personas de origen indio, chino y malayo; y en Israel una de cada cinco personas es árabe. Por no hablar de la composición cada vez más mezclada de Europa tras las migraciones de las últimas décadas. O de la desigualdad creciente. Entra dentro de lo imaginable que una persona de bajos recursos otorgue más importancia a la sanidad y a la educación universal que el 10% más rico de la sociedad.
Según James Breiding, autor del libro Too Small to Fail (demasiado pequeño para fallar), “aunque las diferencias han crecido en todos lados, los países pequeños exitosos se caracterizan por tener menos desigualdad y más cohesión social”. En opinión de Breiding, se debe en parte a “la importancia que se da en esos países a la educación de los ciudadanos para que estén mejor informados sobre las cosas públicas, con más compromiso en las elecciones y mayor confianza en sus cargos electos”.
Breiding también es el fundador de S8nations, una organización que trata de difundir modelos exitosos desarrollados en países pequeños para que sirvan de guía al resto del mundo. Desde cosas tan sencillas como suprimir el plástico en las frutas y verduras de los supermercados neozelandeses hasta las medidas que hace ya tres décadas se tomaron en Copenhague para sustituir a los coches por bicicletas, pasando por el modelo de salud pública de Singapur, que en las estimaciones de Breiding implica un coste tres veces menor (en relación con el PIB) que el de la seguridad social del Reino Unido.
“Al ser tan frágiles por su dependencia del comercio exterior, estos países son más proclives a estar un paso adelante experimentando cosas nuevas, un poco como laboratorios; no quiere decir que acierten siempre, pero sí que están buscando siempre ideas nuevas”, dice Breiding.
La pregunta es si esas diferencias entre la población no se estarán agrandando también en países como Israel, en plena avanzada del poder ejecutivo sobre el judicial; o como Finlandia, donde la llegada al Gobierno de la extrema derecha no es precisamente un síntoma de bienestar democrático. Según Breiding, aunque las diferencias se estén agrandando en todos lados, “el grado de cohesión social, y con ella de capacidad de adaptación, sigue siendo mayor en los países pequeños”.
Quedó fuera del informe de Credit Suisse, pero la estructura de impuestos bajos ha sido una de las patas del desarrollo en naciones como Suiza, Irlanda, Luxemburgo, Malta y Países Bajos. Como dice Bruno Pellegrino, profesor de Finanzas en la Columbia Business School (Nueva York), tiene todo el sentido del mundo adoptar una estrategia de impuestos bajos cuando un país es lo suficientemente pequeño como para que el aumento en su base imponible total (por la atracción de capitales de fuera) compense el menor tipo impositivo. “Estados Unidos también podría atraer más capitales de fuera si bajara sus tipos, pero no le compensaría por la gran cantidad que dejarían de ingresar en impuestos de las empresas domésticas”, explica.
Competencia desleal
En la página web Missingprofits.com, los economistas Gabriel Zucman, Thomas Tørsløv y Ludvig Wier han publicado una estimación de lo que ganan cada uno de estos países gracias a la competencia fiscal desleal. Sus cifras son sorprendentes: el 59% de lo que ingresa el fisco irlandés bajo el concepto “impuesto de sociedades” corresponde a beneficios atribuibles a otros países que fueron desplazados artificialmente hasta el país celta para pagar menos; un porcentaje que para Suiza es del 39% (del total de la recaudación suiza por el impuesto de sociedades); y para Singapur, asciende hasta el 29%.
¿Y los que pierden base impositiva? Reino Unido, Alemania y Francia parecen ser los que se llevan la peor parte dentro de Europa, con un 32%, un 29% y un 22% de lo que deberían ser sus ingresos en concepto de impuesto de sociedades fugado a países de menor tributación. España les sigue de cerca: la estimación de Missingprofits.com es que el 18% de lo que deberían ser los ingresos de la Agencia Tributaria por el impuesto de sociedades se está perdiendo por culpa de los paraísos fiscales.
Si la competencia tributaria es un negocio tan redondo, ¿cómo es que no lo hacen más naciones pequeñas? Según Pellegrino, porque no es tan fácil. “Hace falta tener en marcha toda una infraestructura legal para registrar en tu país estas empresas offshore con pocas trabas burocráticas, y también hay que tener medidas para proteger la confidencialidad, una motivación para muchos clientes, además de competir en todas esas variables con los paraísos fiscales que ya están en marcha y funcionando”, explica.
Philipp Genschel, de la Universidad de Bremen, que en 2016 publicó junto a Hanna Lierse y a Laura Seelkopf un paper (informe) donde se explicaba que la primera e ineludible virtud de un buen paraíso fiscal es ser un sistema democrático, tiene una opinión similar a la de Pellegrino. “Es la única manera de asegurar a los dueños del capital que su dinero va a estar seguro porque hay regulaciones en vigor que exigen el respeto a la propiedad privada, mientras que en las autocracias, por definición, nada está a salvo de la intervención del autócrata”, dice.
Cambio de escenario
¿Y cuánto les va a durar esta ventaja de cobrar menos impuestos a los países pequeños, democráticos y con una infraestructura legal desarrollada? En 2024 se prevé que entre en vigor el acuerdo internacional liderado por la OCDE para que las multinacionales con una facturación global superior a los 750 millones de dólares paguen un tipo mínimo del 15% en todos los países. Según Laura Seelkopf, de la Universidad de Múnich, la clave para que este cambio no afecte excesivamente a las naciones que hoy generan buena parte de sus ingresos con la competencia fiscal residirá en lo que hagan los países grandes del entorno. Irlanda, por ejemplo, que viene de un tipo del 12,5%, podrá sobrevivir si los grandes países de la UE no bajan demasiado sus tipos para que Dublín siga siendo un destino interesante con la nueva tasa del 15%. “La clave es que el diferencial se mantenga lo suficientemente amplio como para que las empresas sigan yendo a Irlanda, donde también se ha apostado mucho por la educación y por la apertura”, dice Seelkopf.
El otro gran cambio que puede afectar a los países pequeños es el mundo de bloques hacia el que parecemos encaminados. “Este periodo que venimos de vivir, con la apertura de China, la hegemonía del sistema estadounidense como única superpotencia, la bajada generalizada de aranceles y el crecimiento del comercio mundial, ha sido bastante único en la historia”, dice Breiding. “Pero me temo que estamos regresando al viejo modelo de varias potencias”.
En su opinión, antes o después “las naciones van a tener que apostar por China o por Estados Unidos, para ponerlo de manera simple”. También tendrán que pagar más a cambio de que uno de los grandes les proporcione seguridad, un porcentaje que estima rondará el 2% del PIB. “Estamos yendo a una nueva era que no dependerá tanto de subcontratar la producción en países más baratos como de hacer que la gente con más talento esté en nuestro país, para que la investigación y la tecnología se desarrollen dentro de nuestro territorio”, dice.
Según Breiding, será una época más difícil para los países pequeños, pero también para los grandes. “Los pequeños tienen la ventaja de que no niegan lo que está pasando porque están siempre más alerta y dispuestos al cambio”, dice, citando el liderazgo de Dinamarca en robótica o el de Finlandia en empresas de videojuegos. “No va a ser un camino de rosas, pero la clave la tendrán los que mejor se adapten”. Pero las tensiones crecientes también pueden ser una fuente de negocio para países que antes eran opacados por China. Como dice el especialista en historia económica de la Universidad de Princeton Harold James, “muchos de los bienes que Estados Unidos estaba comprando de China ahora vienen de lugares como Vietnam, Filipinas o Malasia”. Por otro lado, la beligerancia de Rusia también ha hecho que países vecinos como Kazajistán o Uzbekistán incrementen sus relaciones con China a la vez que con la Unión Europea, como una forma de protegerse frente a Moscú.
“Eso le pone un límite a la idea de que se están formando dos bloques, yo no veo ningún bloque chino, ni siquiera uno formado por países muy involucrados en la Nueva Ruta de la Seda como pueden ser Sri Lanka o Pakistán”, explica James. “Y tampoco veo que los países de producción agropecuaria en África y Sudamérica estén considerando la relación con China como absolutamente predominante”, añade.
En su opinión, que Rusia sí haya iniciado un camino de desglobalización y que China esté concentrada en el crecimiento doméstico, a la vez que sufre un veto en exportaciones tecnológicas estadounidenses, no implica necesariamente que estemos dirigidos hacia un mundo de bloques aislados. “En Moscú es aún más obvio, pero en Pekín también se ha demostrado ya la fragilidad económica que genera separarse del resto del mundo, con los datos de crecimiento chino en entredicho; pero el liderazgo del país ya se ha dado cuenta de lo mucho que depende de los mercados globales”, concluye.
En los recuerdos de infancia del investigador del Economic Social Research Institute irlandés John FitzGerald, allá por los años cincuenta, Irlanda era un pequeño país comercialmente cerrado que perdía población debido a la emigración económica y donde hasta los cordones de los zapatos tenían que ser fabricados localmente. Hasta que en 1973 llegó la incorporación a la Unión Europea y una apuesta firme por la educación pública dirigida, entre otros, por su padre, Garret FitzGerald (primer ministro entre 1982 y 1987).
Con poco más de cinco millones de habitantes, Irlanda sigue siendo una nación pequeña, pero ha pasado de enviar emigrantes a recibirlos, demostrando ser capaz de atraer a gigantes corporativos como Intel, Microsoft, Apple y Google con una política de población cualificada y bajos impuestos. “La clave ha sido la apertura comercial extrema, Irlanda es junto a Vietnam uno de los países donde las exportaciones pesan más con relación al PIB”, explica FitzGerald a EL PAÍS durante una entrevista telefónica.
La otra explicación, dice, son las más de cuatro décadas pasadas apostando por la educación, incluso durante los difíciles años ochenta, “cuando el Gobierno tuvo que recortar en otras áreas pero siguió expandiendo la educación”. “Recuerdo una conversación que mantuve hace 10 años con colegas franceses en torno a la economía de su país, donde hay demasiada gente sin formación y desempleada; yo les preguntaba por qué no invertían en educación y lo que respondían era que esa inversión llevaba demasiado tiempo, 20 o 30 años; y es verdad, pero en algún momento hay que empezar”.
En el caso irlandés, la apuesta de la educación rindió especialmente bien por la especialización de la economía en el sector farmacéutico y de las tecnologías de información, que luego resultó ser de los que mayor crecimiento registrarían en todo el mundo. ¿Fue suerte o estaba dentro de los planes? Según FitzGerald, el Gobierno irlandés se había fijado como objetivo a las empresas farmacéuticas y de hardware. Las farmacéuticas se mantuvieron, pero las de hardware terminaron yéndose a países como Polonia, con mano de obra más barata. “Lo que no estaba previsto por las autoridades fue la llegada de empresas de tecnologías de información y software como Google y Facebook”, dice.
Además de los bajos impuestos y de la cualificación de la población, entre los intangibles que pueden haber contribuido a la llegada de esas empresas figuran el idioma inglés, compartido con Estados Unidos, “y el hecho sorprendente de que Irlanda empezó a ser un lugar guay en el que gente de todo el mundo quería trabajar, probablemente por la música, lo que atrajo a gente cualificada de todas partes y permitió a la economía irlandesa avanzar más rápidamente con una base laboral ampliada y bien formada que contribuía con sus impuestos al crecimiento del país”.
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