Es un lugar común afirmar que hemos entrado en una nueva era de incertidumbre radical. Nadie conoce con certeza qué nos deparará el futuro tras la concatenación de calamidades: pandemia, guerra e inflación; nadie sabe cuáles serán las consecuencias del cambio climático, la transición digital, la inteligencia artificial, la rivalidad geopolítica o la barbarie que amenaza a las democracias. ¿Cómo gobernar esta nueva era? ¿Cómo lograr que todas esas transformaciones sean para bien?
En principio, podríamos ceder a dos tentaciones, la tecnocrática o la totalitaria. La tentación tecnocrática consiste en dejar que sean los mejores expertos en cada campo los que, actuando como dictadores benevolentes, tomen las decisiones por nosotros. Sería un error. Primero, porque el concepto de incertidumbre radical es sinónimo de incapacidad de predecir. Segundo, porque como se distribuyen los costes y beneficios de todas esas transformaciones, no es una cuestión técnica, sino una decisión social. La tentación totalitaria consiste en dejar la respuesta a dirigentes autoritarios que prometen proteger a los ciudadanos de las consecuencias de la incertidumbre. También sería un error. Los dictadores prometen seguridad económica a costa de suprimir derechos y libertades individuales y civiles.
¿Qué hacer? Necesitamos políticas pragmáticas, basadas en el mejor conocimiento existente, que cuenten con el consentimiento de la población. Pero hay una dificultad. Las políticas pragmáticas requieren el apoyo de una sociedad informada, capaz de discernir entre lo que es una política basada en la evidencia de aquellas que responden a motivaciones ideológicas o populistas. El instrumento para ese consentimiento es el diálogo social y el consenso entre los actores relevantes en cada tipo de política. Pero, antes de explorar el papel del diálogo social, detengámonos un momento en ver cómo en el pasado se hizo frente a la incertidumbre radical.
Haciendo verdad el aforismo del novelista Mark Twain de que “la historia nunca se repite, pero muchas veces rima”, hemos vuelto al mundo de principios del siglo XX. Un mundo caracterizado por una desmesurada desigualdad, elevada inestabilidad financiera y económica, cambios tecnológicos acelerados, profundas ansiedades sociales y dramática polarización política.
Para proponer remedios que permitieran construir una sociedad más justa y salvar la civilización liberal y la democracia de la barbarie totalitaria, el gran economista británico John Maynard Keynes introdujo en los años veinte el concepto de “incertidumbre radical”. De su análisis, y de otras aportaciones procedentes de la sociología y la política, surgieron políticas de estabilización económica, regulaciones para controlar el poder de mercado y nuevos bienes colectivos con los que hacer frente a la incertidumbre a través de los sistemas públicos de paro, sanidad, educación y pensiones. En paralelo surgió una sociedad civil informada, formada por las nuevas clases medias, que apoyó esas políticas y sirvió de contrapeso y control al mayor papel del Estado. De esa forma se conjuró el temor de Friedrich A. Hayek, en su influente obra de 1944 Camino de servidumbre, de que ese mayor papel del Estado diese lugar a un leviatán que acabara con las libertades individuales.
Todo mejoró durante los “treinta gloriosos” años que siguieron a esas políticas contra la incertidumbre radical. Pero con el éxito vino el olvido. A partir de los años ochenta la economía de la incertidumbre fue sustituida por una economía de certezas y optimismo exagerado en los mercados desregulados y por la globalización. Una de las expresiones más soberbias de esas certezas exageradas fue la afirmación de Robert Lucas, premio Nobel y uno de los economistas más influentes de esta etapa, cuando en su intervención en 2003 como presidente de la 115ª reunión de la American Economic Association afirmó: “El problema de la prevención de depresiones ha sido resuelto en todos sus aspectos para muchas décadas”. Solo cuatro años después llegaría la gran crisis financiera global y la Gran Recesión.
Hemos vuelto al mundo de Keynes, al mundo de la incertidumbre radical en el que los expertos no pueden predecir el futuro. Queda para la historia la humillación que significó el mordaz comentario de la reina Isabel II en su visita a la London School of Economics (LSE) después de la gran crisis de 2008: “Si son tan listos, cómo no la vieron”.
Si nadie sabe con certeza qué tecnologías tendrán éxito, cuál será el impacto en el empleo, cómo implementar una política industrial estratégica, cómo luchar contra el cambio climático de forma justa o qué políticas fiscales y monetarias son las más adecuadas para combinar estabilidad con crecimiento, los modelos de gobernanza tecnocrática top-down no son eficaces ni justos. Necesitamos una nueva gobernanza colaborativa e iterativa, de abajo arriba.
El instrumento para lograrlo es el diálogo social y el consenso entre los actores relevantes en cada uno de los sectores y ámbitos territoriales. El diálogo permite poner en común la información y coordinar acciones para evitar ineficiencias y cuellos de botella. Pero, ante todo, permite construir narrativas compartidas y compromisos de reciprocidad que dan consentimiento social a las reformas. La reforma laboral es un ejemplo de lo que digo. El diálogo social necesita tiempo, pero no frena la solución de los problemas. Al contrario. Como dice el proverbio: “Si quieres ir rápido ve solo, pero si quieres llegar lejos ve acompañado”.
En el debate público español se habla con frecuencia de la necesidad de pactos de Estado entre fuerzas políticas. Es poner el carro delante de los bueyes. Primero necesitamos crear consentimiento en la sociedad sobre las materias a debate. El diálogo social es el instrumento adecuado para hacerlo. Los expertos tienen un papel fundamental. Pero han de hablarle a la sociedad, no al poder. Como recomienda Robert Skidelsky, el gran biógrafo de Keynes (¿Qué falla con la economía? Manual urgente para combatir la incertidumbre), “cuando ofrecen políticas para mejorar el mundo, los expertos deberían prestar mucha más atención que en el pasado a las condiciones del consentimiento”. Como muestra la historia del siglo XX, el diálogo social es el mejor antídoto contra la incertidumbre.
En otra ocasión abordaré los ámbitos donde este diálogo social puede contribuir con eficacia y justicia a hacer frente a la incertidumbre. Permítanme aquí poner el foco en la gobernanza europea. Tal como señala el reciente informe del Consejo Económico y Social de España (CES) La gobernanza de la Unión Europea. Presidencia española 2023, el diálogo social es la palanca más eficaz para lograr un mayor consentimiento y una mayor eficacia de las políticas europeas.
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